Desde el cielo se puede ver cómo la fuerza del río Uruguay es detenida por un paredón. Arrinconada como energía potencial, descansa el agua en una laguna a la espera de ser transformada en electricidad. El río pasa por un centro de máquinas generando energía cinética y luego hidráulica. Tras recorrer las hélices de las turbinas, el agua regresa a su curso con total tranquilidad.
En segundos sucede la magia. La fuerza del agua es transformada y enviada a la velocidad de la luz por cables de alta tensión hasta Montevideo, para que UTE le baje el voltaje y sea de uso doméstico.
La represa tiene 52 metros de ancho y 69 metros de altura. Para hacerse una idea: más o menos como el Estadio Centenario de alto o 51 automóviles uno arriba del otro.
Al ingresar al predio de 550 hectáreas del Complejo Hidroeléctrico Binacional de Salto Grande, todo llama la atención. Hay varios caminos internos que llevan a distintas áreas, como talleres, almacenes, laboratorios y sala de máquinas. El movimiento de las camionetas 4×4 que circulan por esos caminos es continuo. Muchos de los trabajadores dicen que es un pueblo, es que hay hasta un puente interno por el que se puede llegar a territorio argentino sin ningún tipo de trámite.
Estamos en tierras binacionales a la altura del río, no hay aduana ni migraciones, tampoco free shops para comprar. Hay turbinas, hay generadores, hay gente trabajando con casco de seguridad y chaleco reflector. Es una central produciendo las 24 horas del día, los 365 días del año; la frontera natural que impone el río Uruguay no existe a esta altura. Los operarios son argentinos y uruguayos y, como lo fue desde su construcción, se busca una paridad. Esta es tan solo una de las tantas particularidades de esta obra que se comenzó a ejecutar el 1° de abril de 1974, en plena Guerra Fría y con Uruguay ya en dictadura. Se terminó a inicios de 1983, cuando los regímenes militares se acercaban a su fin en ambos países. La construcción implicó el trabajo conjunto de Unión Soviética, Japón, Italia y Francia.
Pero todo empezó mucho antes, cuando el fantasma de la Segunda Guerra Mundial estaba muy presente, y el mundo aún no se dividía en dos grandes bloques. En 1938 se firmó un acta entre los gobiernos de Uruguay y Argentina para aprovechar la fuerza hidráulica del río. Y en 1946 se firmó un convenio para establecer una comisión técnica mixta con la finalidad de obtener beneficios de los rápidos en la zona.
Por estos días Salto Grande festeja sus 50 años en medio de un proceso de modernización necesario, por la obsolescencia de las máquinas y por los avances en la tecnología. Pero el año pasado todo el complejo estuvo en el ojo de la tormenta por las designaciones directas. Tanto que en setiembre renunció el presidente de la Comisión Técnica Mixta (CTM) de Salto Grande, el nacionalista Carlos Albisu. La decisión se tomó tras una reunión con el presidente Luis Lacalle Pou. Esto después que se conoció la designación directa de 36 funcionarios, entre ellos 10 ediles blancos de Aire Fresco —el sector de Lacalle Pou y el exsecretario de Presidencia, Álvaro Delgado—. Además de la vinculación política partidaria, el foco estuvo en los altos sueldos.
En junio de 2020 el edil Carlos Silva fue nombrado secretario de la delegación de Uruguay, con un salario de 263.304 pesos, mientras que cinco meses después al edil suplente Juan Ignacio Hourcade se le asignó el puesto de profesional de Asesoría Letrada, cargo que representa un ingreso de 185.166 pesos.
El gobierno otorgó una partida extraordinaria de 200 millones de pesos a la comisión y por esta medida los ministros de Economía, Azucena Arbeleche, y de Relaciones Exteriores, Francisco Bustillo, fueron convocados al Parlamento. Salto Grande se financia con una partida anual única de 744 millones de pesos: no ganan por lo que se produce, como sí lo puede hacer una empresa pública o un ente autónomo. Pero los políticos no son los únicos que quieren vivir de esta planta. Al recorrer la ciudad de Salto hay una frase que se repite: “Todos queremos trabajar en Salto Grande”.
Y llegar acá es el sueño de muchos ingenieros mecánicos, civiles y eléctricos de todo el país por los sueldos pero más que nada por el tipo de tarea que pueden realizar. La central es una obra que no tiene comparación, tendrían que viajar a otro país. El arraigo es tal que algunos de los que vienen de otros lados dicen que ya se sienten salteños.
El ruido de una sola de las turbinas es una banda sonora de engranajes y bobinas que se mueven a la perfección. El agua retenida en el lago artificial pasa por allí. Acceder a las turbinas implica bajar por escaleras metros y metros, ingresar agachado a recintos cerradas por compuertas.
Estar bajo tierra en medio de una represa es de película. La turbina en movimiento es una imagen muy curiosa: desde dentro parece que uno ingresa a una vieja nave espacial.
Hay 14 turbinas, siete en cada margen. No es común que los obreros y los técnicos hablen de lado argentino o uruguayo, se refieren al margen izquierdo y derecho. Si bien tienen números para identificarlas, al principio les pusieron a todas nombre de mujer, como suele suceder en las represas en todo el mundo. Pero en este caso les pusieron nombres de esposas o hijas de jerarcas vinculados a la obra, muchos de ellos militares.
La primera, que se inauguró el 21 de junio de 1979, llevaba el nombre de María Victoria, la hija mayor del titular de la delegación argentina y presidente de la comisión administradora de la obra, Miguel Ángel Viviani Rossi. La segunda turbina fue bautizada como Casilda, en “honor” a la hija mayor de Jorge Echevarría Leunda, entonces presidente uruguayo de la comisión mixta. De grande Casilda Echeverría seguiría una carrera política: es la actual presidenta del Banco Hipotecario. La lista sigue: Flora, María Cristina, María Noel, Estela, por citar algunas.
Todo se controla desde una sala de operaciones, donde se ve el funcionamiento de las turbinas y se recibe de cada país el pedido de energía.
Según la demanda es la producción que se genera. A veces toca abrir compuertas y tirar “energía”, es decir agua que no pasa por la turbinas. Porque no hay baterías o forma de almacenar lo que se produce.
Lo que cambia es el río y la forma en la que llega a la costa de Salto. Porque en algunas horas se liberan grandes cantidades de agua, lo que provoca que el río se acerque con más fuerza a la costa. Este movimiento diario es habitual para los salteños: dos metros de crecida del río no asusta a nadie.
La planta nunca para. Además de producir energía, el otro rol fundamental es su sistema de transmisión con cuatro subestaciones de extra alta tensión (500 kV) interconectadas entre sí, conformando el “cuadrilátero” de Salto Grande.
La interconexión es regional: Argentina, Paraguay y Brasil. Salto Grande puede enviar energía a estos países en el caso de una emergencia.
Una falla en este sistema puede generar cortes de luz masivos. Eso pasó con una falla en Argentina el 26 de junio de 2019, explica el ingeniero Roberto Martínez, jefe de área de las subestaciones. Los expertos lo llamaron el “apagón del siglo” porque fue tan generalizado que afectó a 50 millones de personas en Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay.
La falla inicial se produjo en el corredor litoral de Argentina que traía energía de Yacyretá, Salto Grande y el sur de Brasil.
-¿Qué pasó y por qué Salto Grande tuvo un rol protagónico?
-Una línea de 500 kilovoltios de Argentina, que estaba en mantenimiento, salió en forma intempestiva y a raíz de esa salida se sobrecargaron otras líneas que también volvieron a salir de servicio. Fue la falla más grande de la historia.
Lo bueno de Salto Grande es que inmediatamente pudo poner en servicio uno de los generadores y se empezó a reconectar la red eléctrica uruguaya. Si eso no hubiera sucedido, el corte hubiese sido mucho más grande.
Esta planta tiene mucho potencial, que -según los ingenieros que la manejan- no es visto. Aunque recorrer por unas horas el predio da demasiadas pistas. Basta ver los tamaños de las torres que reciben la energía de las turbinas, la altura de las compuertas de hierro del vertedero de agua, el sonido de las olas que le pegan a la presa y las líneas de alta tensión. Martínez lo resume así: “Salto Grande es el activo energético más importante de Uruguay. Esa frase agrupa dos aspectos. Uno es el más conocido, que es la central de generación. Y otro, que no es tan conocido pero no menos importante, es el sistema de transmisión”. Ese que logró sacarnos rápido “del apagón del siglo”.
Para Martínez la solidez del sistema de transmisión le permitió a Uruguay llevar adelante la primera transformación energética. “Que implicó la construcción de grandes parques de generación eólica, grandes parques solares fotovoltaicos, e inclusive la interconexión con Brasil a través de la conversora de frecuencia de Melo”.
¿Pero por qué la trasmisión es tan o igual de importante que la generación de energía? La generación eólica y la generación fotovoltaica dependen del sol y del viento, que son variables que cambian de forma poco predecible. Se necesita una generación de base que permita compensar esas fluctuaciones y esa es la que produce Salto Grande: energía hidráulica.
Y hay una diferencia de precios muy grande entre las dos fuentes. UTE paga a los parques eólicos unos 70 dólares en promedio por el Mv/hora, mientras que el valor Mv/hora de Salto Grande es solo de siete dólares. Pero UTE tiene el compromiso legal asumido de comprar primero a los parques eólicos, los prioriza.
Las 550 hectáreas son un pueblo, una ciudad o al menos un ecosistema que funciona con vida propia. Recorrer todas las instalaciones es tarea que solo se puede hacer en los vehículos de Salto Grande. Hay excepciones, claro, pero el ingreso y la salida es con registro y control.
-¿Apellido? -pregunta el guardia de seguridad cuando el presidente de la delegación uruguaya saluda desde una camioneta para que levanten la barrera de seguridad y le den paso para irse.
-Burutarán -contesta.
-¿Cómo?
-Burutarán.
El funcionario es nuevo, tanto que no sabe aún quién es Burutarán. “Ya ha pasado otras veces con el personal, seguro después les queda el chiste interno”, dice el presidente de la delegación uruguaya. Martín Burutarán asumió luego de la renuncia de Albisu. Es hombre de Salto, contador de profesión y dice que hay que estar en plena vinculación con los gerentes de cada área para entender los problemas.
Algunos le dicen presidente, casi a tono de chiste, pero con respeto. La mayoría lo llama por su nombre de pila y durante la recorrida con El País lo apartan para preguntarle sobre algún tema en el que trabajan.
“Te dejo ahora seguir la recorrida, porque tenemos una reunión por zoom con unos representantes de la embajada rusa en Argentina”, dice el presidente de Salto Grande y se va al edificio de oficinas de la gerencia, en la entrada del predio. Es que las turbinas van a necesitar un cambio de piezas y en algunos puntos hasta la colocación de una nueva. “Ellos” -los rusos, que conocen de memoria este tipo de plantas y que fabrican las turbinas- tienen gran interés en saber cuándo se hará el llamado a licitación pública internacional. Pero no hay fecha cercana y tampoco se sabe cómo se va a financiar.
UTE y la Comisión Técnico Mixta de Salto Grande inauguraron el 14 de marzo una obra de ampliación de la subestación Salto Grande, pero este es tan solo un paso en el profundo proceso de modernización que necesita la planta. La duda más grande es de dónde van a salir los fondos. Las negociaciones continúan y, según supo El País, desde dentro de la represa barajan ideas, como que se le pague a Salto Grande por su producción y puedan administrar los gastos. Mejor dicho, funcionar como una empresa pública y no como un organismo dependiente económicamente del Ministerio de Economía y Finanzas. Una idea loca que por ahora no se concretará. Menos en un año electoral y después de toda la polémica por los sueldos y las designaciones a dedo.
Edilberto “Coco” Moreni trabajó como obrero en la represa de Salto Grande. Hoy, cinco décadas después, piensa en los años de la construcción y le parece una película. “El movimiento que se generó fue increíble, nunca visto acá”, dice. Él recuerda los ómnibus que trasladaban a los obreros —llegó a haber unos 5.000— y los autos de alta gama de los ingenieros extranjeros que llegaban, sobre todo de los japoneses, quienes usaban traductores para hablar con los trabajadores locales.
“Coco” Moreni cumple 70 años de edad en junio. Entró como ayudante a la obra y al poco tiempo pasó a ser chapista. Terminó como oficial mecánico. “Todos querían trabajar en Salto Grande”, cuenta.
Eran tantos que, mientras conversa con El País, Moreni se encuentra con un excompañero en el centro de la ciudad. Un martes de tarde de abril.
Primero no está seguro si es él. Después sí y le empieza a gritar: “¡Rodríguez, Rodríguez!”. Pero su compañero no lo reconoce. “Coco” se saca el sombrero, se identifica y recién ahí el otro cruza la calle y se arma una reunión improvisada.
José Luis Rodríguez, de 79 años, trabajaba en el área de seguridad industrial. “Hablar de Salto Grande me da vida”, dice y se ríe.
En la obra él tenía que recorrer el predio y constatar que todos usaran calzado de seguridad y cascos. Si alguien estaba en falta, recibía un llamado de atención por escrito. “Eran muy estrictos y exigente con el trabajo”, asegura.
Durante la obra hubo al menos 22 muertes, según recuerdan ellos. “Lo primero feo fue un tornado, en plena actividad. Por suerte todavía no había la cantidad de gente total del turno. Ahí murió el muchacho que estaba en una grúa y, con la caída del brazo de la máquina, murieron otras cuatro personas”, dice Rodríguez.
Los turnos eran de 10 o 12 horas, se trabajaba día y noche. En la misma planta comían. El comedor estaba instalado en el edificio donde funciona ahora el directorio de la Comisión de Salto Grande. Se construyó de un material robusto, y en los planos originales ya estaba previsto el cambio.
Rodríguez recuerda que aquellas comidas eran abundantes, lo mismo dice su compañero Moreni. Siempre había mucha carne asada, se podía elegir y repetir.
La gente llegaba de todo el país a trabajar allí y los sueldos eran muy buenos. “Lo que ganaba un peón al ingresar era el sueldo de un jefe en otro lado”, dice Moreni. Además del salario base, siempre tenían compensaciones por entregar a tiempo un trabajo; eso implicaba una coordinación de equipo, el empleo de mucha fuerza física y rapidez. “Para que tengas una idea, la gente se pudo comprar una casa, poner un negocio o comprarse un auto cero kilómetro, que en esa época no era normal, menos para un obrero”, cuenta Moreni.
Rodríguez trae un ejemplo más ilustrativo para explicar lo que ganaba trabajando 12 horas por día. “Era como una competencia entre muchachos jóvenes, todos queríamos ganar y terminar más rápido”, dice hoy.
—Eso dentro de la construcción. ¿Pero en la ciudad eran respetados los obreros?
—Claro que sí. Usted venía a una agencia de autos para comprar uno, y lo primero que te preguntaban era si trabajabas en Salto Grande. Y, cuando les decías que sí, te mandaban nomás a elegir el auto que querías y te lo llevabas… Solo con un papel que demostraba que eras obrero.
Para ingresar como obrero se necesitaba tener residencia uruguaya o argentina. “Mucho boliviano entró por hacer los papeles argentinos”, recuerda Rodríguez. Pero la diferencia histórica es que a los argentinos se les pagó el despido correspondiente y a los uruguayos ese dinero nunca les llegó.
La empresa que finalizó la obra le pagó a los dos países, que tenían que ser luego los encargados de pagar a los trabajadores. Pero eso no pasó, según dicen.
“Los argentinos fueron más fuertes para reclamar y les pagaron. Nosotros seis meses de seguro de paro y chau”, dice Rodríguez. También en aquel momento el miedo a la dictadura estaba presente, y estos obreros dicen que eso los frenó.
Ahora esperan que el presidente Luis Lacalle Pou les conceda lo que ningún otro gobierno dio: el reconocimiento de las miles de horas trabajadas. De hecho, hay un proyecto de ley a estudio en el Parlamento, que implica una jubilación de unos 25.000 pesos y 2.000 dólares de indemnización para cerca de 1.000 exobreros.
Pero para que se apruebe una iniciativa así se necesita que sea enviada por el Poder Ejecutivo y eso aún no ha sucedido. “Falta solo la firma (del presidente)”, dice Moreni. El pasado miércoles representantes de este grupo estuvieron en Montevideo reclamando frente a Torre Ejecutiva y no fueron recibidos.
Un grupo de más de 4.000 salteños marcharon hacia Montevideo en 1964 en autos, camiones de la intendencia y ómnibus, para reclamar al gobierno nacional que comenzara las obras de Salto Grande. Algunos de los que viajaron, como Eduardo Andrade Ravagni, lo recuerdan como un día lluvioso de invierno. Su padre era uno de los líderes del movimiento popular que había comenzado en Salto: uruguayos y argentinos exigían la concreción de la obra. Porque el 7 de abril de 1961 se firmó el Tratado de Límites en el río Uruguay, entre Argentina y Uruguay, pero luego no se avanzó más.
El doctor Néstor Campos, oriundo de Salto, recuerda aquel día como histórico: “Era lo que se llamó el éxodo al revés, todos del norte viniendo a Montevideo”. Él en ese momento ya estaba radicado en Montevideo y estudiaba en la Facultad de Medicina. Su padre, Neri, fue el presidente del Comité Popular Pro Represa de Salto Grande, uno de los que impulsó y lideró la marcha.
Pero esta recorrida de 500 kilómetros no fue un episodio improvisado. En 1956 nació el movimiento con integrantes de los Rotary Club de Concordia y Salto. A los rotarios se les unió mucha gente, entre ellos el presidente del Centro Comercial de Salto Jorge Andrade Ambrosio, militante socialista, quien fue edil y diputado por Salto. El histórico proyecto original preveía el funcionamiento de una esclusa de navegación en la zona de la represa, similar al Canal de Panamá. Una obra hidráulica que permitiría vencer pronunciados desniveles de agua, elevando o descendiendo los barcos, como un ascensor. Parte de esta obra se hizo, porque el complejo tiene una esclusa de navegación inconclusa. El propósito era prolongar la navegabilidad del río Uruguay en 144 kilómetros aguas arriba de Concordia y Salto.
El comité popular que luchó por la construcción se disolvió en 1974, cuando el presidente argentino Juan Domingo Perón anunció en Montevideo —al firmar el Tratado de Límites del Río de la Plata— que se construiría la represa entre los dos países. Lo demás es historia conocida.