¿A qué se parece este lugar? Una crónica desde las islas

Un viaje de siete días por las islas Falklands / Malvinas: un sitio a más de 400 kilómetros del continente, donde viven 3362 personas y solo se escucha el viento.

Por Soledad Gago
Viernes quince de marzo, tres y cuarto de la tarde.
El viento en Stanley, la capital de las islas, es tan fuerte que parece capaz de romper y desintegrar en pedazos cualquier cosa. Llovió hasta hace unos minutos. El cielo está cargado de nubes, pero, cada tanto, la luz del sol logra atravesarlas y rozar, apenas, las casas y las calles y las veredas y los cuerpos. En este lugar muy lejos de todo, en el que el sol nunca llega a estar arriba, el calor no calienta, entibia apenas y, a veces, ni siquiera eso.

No hay nada, en esta ciudad, que pueda frenar al viento. Está en todas partes.

En las banderas del Reino Unido y en las de las islas —que es como la británica pero con una oveja, el animal principal de este territorio, un barco y la inscripción “Desire the right”— que flamean descontroladas en varias zonas de Stanley, en los pastos amarillos y secos que bordean una parte de la costa, se sacuden en el caos y acá llaman “acid grass”, en el movimiento incesante e intimidante del Océano Atlántico que rodea a esta tierra. En las piedras que sujetan las hojas rojas de papel que rodean al memorial en homenaje a los ingleses caídos durante la guerra de 1982, en la que Argentina invadió el territorio para reclamar su soberanía e Inglaterra mandó a sus ejércitos para defenderlo. En las camperas, las bufandas, los gorros y los guantes de los turistas que ahora miran al monumento hecho con granito inglés e inaugurado en 1984 que dice: “En memoria de quienes nos liberaron”.

Estoy en las islas desde hace una semana y todos los días me he hecho la misma pregunta: ¿a qué se parece este lugar? Aún tengo más dudas que respuestas, pero, también, tengo alguna certeza: nada, aquí, a unos 480 kilómetros del continente americano, es tan exaltante ni tan impertinente como el viento. Suena de forma constante. Es más intenso durante el día que por la noche. A veces se siente como una queja. A veces, como un aviso: estas islas que pertenecen al territorio de ultramar británico, sobre las que Argentina aún reclama su soberanía, no son tan sencillas de descifrar, de entender, de contar, están llenas de historia, de encuentros, de desencuentros, de matices, de contradicciones.

Llegué el 9 de marzo de 2024. Viajé invitada por el gobierno de las islas junto a un grupo de periodistas de Chile, Brasil, Paraguay y Argentina.

Para llegar tomé un avión de LATAM, la única aerolínea que llega a este lugar, desde Montevideo a Santiago de Chile. Pasé una noche en Santiago, tomé otro avión que hizo escala en Punta Arenas, en el extremo sur de Chile. La espera tenía que ser de una hora y terminó siendo de cuatro: los aviones salen solo si las condiciones del clima lo permiten, aquí y en las islas.

Los vuelos parten una sola vez por semana, los sábados. Y, una vez al mes, hacen una parada en Río Gallegos, Argentina. A mí me tocó el vuelo con esa escala. El avión frenó y se subieron varias personas. Muchas más de las que pensaba. Unos cuantos, sabré después, eran excombatientes de la guerra. Volvieron al lugar en el que pelearon, perdieron familiares y amigos, en el que pasaron hambre, frío y  miedo, para cerrar un ciclo, algo que todavía latía adentro.

Una hora después de esa parada, el avión aterrizó en el aeropuerto Mount Pleasant, que está dentro de una base militar en la que viven, de forma permanente, aproximadamente unos 2.000 soldados ingleses. Están allí para proteger a las islas de cualquier peligro, pero sobre todo, de una eventual invasión argentina.

Todavía no lo sabía, pero después muchas personas me lo dijeron: todo cambió en las islas luego de la guerra de 1982 en la que murieron 255 soldados ingleses, 649 argentinos y tres isleños.

Los dos excombatientes que estaban sentados a mi lado —dos hombres canosos, de piel curtida y ojos caídos, provenientes del interior de Argentina—  filmaron todo el aterrizaje. Cuando el avión se detuvo miraron por la ventanilla como si estuvieran descubriendo alguna cosa. Se tomaron del hombro. Balbucearon algo. Demoraron en bajar sus mochilas de los compartimentos superiores. Se pararon y salieron sin decir nada.

Dentro del aeropuerto no se puede utilizar el celular, no se puede filmar ni sacar fotos. Está prohibido entrar con banderas o camisetas argentinas. Por ser una base militar, los controles son estrictos. Los dos hombres argentinos no hablaban inglés. Cuando pasaron por migraciones respondieron a todas las preguntas —cuánto tiempo iban a quedarse, dónde, por qué venían— en un español seco, con el tono de quien está allí casi sin intención. Mostraron su pasaporte y un hombre les puso un sello que decía Falkland Islands.

El primer día en Stanley fue domingo. Casi todos los visitantes que llegamos en el vuelo del sábado nos quedamos una semana. Los vuelos son semanales, no hay manera de irse antes si se depende de un avión. Nos repartimos en los dos hoteles que hay en Stanley: el Waterfront y el Malvina House Hotel, que lleva ese nombre —qué ironía— por la hija de los primeros dueños del lugar, británicos que llegaron a las islas en 1880.

Ese día me levanté temprano. Desayuné en una mesa que daba a la ventana. El desayuno del hotel ofrecía todo lo que necesita un desayuno típico inglés: huevos, panceta, salchichas, baked beans. Vi cómo la bandera de las islas se sacudía con el viento, cómo el cielo estaba despejado y parecía hundirse en el océano. 

Miré un mapa de papel que me entregaron en el hotel: el internet funciona solo por Wifi en lugares específicos y es extremadamente caro. Para agilizarlo, supe después, necesitan instalar un cable desde el continente, algo que Argentina no quiere. Caminé por la ciudad.  Sobre todo por la calle principal, la Ross Road, donde está casi todo lo indispensable. Me crucé con turistas franceses, ingleses, alemanes, austríacos, argentinos, norteamericanos: estaban en todos lados. Era día de cruceros. Había tres: el Osterdam, con 2.388 pasajeros a bordo, el Sapphire Princess, con 2.670 y el NG Explorer, con 148. Era la última semana de la temporada para las islas. En total habrán recibido más de 60.000 turistas.

Entré a las iglesias. La católica era una iglesia católica. La anglicana tenía, en el frente, un jardín verde lleno de flores, algo atípico aquí, donde no crecen árboles ni flores porque no resisten a las condiciones del clima, y, en la entrada, la imagen del Rey Carlos III.

Fui al supermercado, que pertenece a la Falkland Islands Company, una compañía estatal que tiene varios de los servicios de las islas. Recorrí las góndolas. Compré unos caramelos de sal que no me gustaron. Encontré quesos, chorizos, dulce de leche, alfajores, jugos y aceite de oliva provenientes de Uruguay. Le pregunté a un cajero —filipino, llegó hace cuatro años buscando trabajo y se quedó— y me dijo que una vez por semana llega un barco con productos desde Inglaterra y desde Uruguay. El supermercado es, al mismo tiempo, farmacia y tienda de ropa.

Le saqué una foto a las cabinas de teléfono rojas, igual que las de Londres, que hay en algunas calles de la ciudad. No logré que ninguna de las fotos saliera sin gente. Los turistas hacían fila para sacar la misma foto que yo, posaban delante, al costado y dentro de las cabinas.

Vi cómo una funcionaria del correo recogía cartas del buzón. Vi las olas del océano, los pájaros hamacarse sobre ellas. Fui al Historic Dockyard Museum, el museo que está frente al Malvina House Hotel, en el que hay exposiciones permanentes sobre la historia y costumbres de las islas, sobre la guerra de 1982, sobre la naturaleza, sobre sus primeros habitantes. Entré a la cafetería que está en el mismo predio del museo, compré un café por tres libras esterlinas (unos 155 pesos uruguayos), la moneda que usan y el último número del Penguin News, el semanario independiente y local que hacen entre tres periodistas mujeres en el que cubren las noticias y eventos de las islas. Leí las noticias de la semana: el gobierno empezó las negociaciones para un nuevo contrato portuario, el equipo de fútbol de jóvenes de las islas celebró su victoria en Punta Arenas, Chile, la agente de policía Holly Kirkham recibió el premio de Líder del futuro en la Conferencia sobre la mujer policía celebrada en la isla Caimán, además de varias entrevistas a mujeres isleñas por el Día de la Mujer.

3662habitantes

Viven 3662 personas en todas las islas. 81% vive en la capital, Stanley, 10% en el camp y 9% en la base militar Mount Pleasant.

86nacionalidades

Viven personas de 86 países diferentes. Predominan de Santa Elena (territorio de ultramar británico) en un 19%, de Filipinas en un 9% y de Chile en un 9%.

73%locales

El 73% de la población se identifica como isleño, británico o una mezcla de los dos.

Fuente: Censo 2021

Después me senté frente al agua. Eran las cerca de las cinco de la tarde. Sentí cómo rugía el viento. Saqué la libreta que me acompañaba. Quise escribir algunas cosas, pero se me congelaron las manos. Intenté pensar a qué se parecía esta ciudad y no se me ocurrió nada. Les pregunté a dos turistas ingleses que me crucé de camino al hotel y me dijeron que se parecía a cualquier pueblo de Escocia. No conozco Escocia, pero les creí.

Stanley es una ciudad pequeñísima en la que vive el 81 por ciento de la población de todas las islas (3662 en total, según el censo de 2021). Casi todos los servicios se organizan en la Ross Road y en su paralela.

Hay seis bares, que son parte esencial de la vida de la ciudad. Están abiertos, más o menos, desde las 18:00 hasta las 22:30 —y el fin de semana hasta las 23:30—. Siempre, no importa el día de la semana, hay gente en los bares. Yo visité algunos: el Groovy´s, de unos amigos chilenos, el Victory y el Globe Tavern, que parecían típicos bares británicos, con banderas, dardos, maquinitas y televisores pasando música inglesa o un partido del Chelsea.

Hay un hospital que ofrece los servicios esenciales —si alguien requiere de un procedimiento más complejo, los trasladan al Hospital Británico de Montevideo, por eso, muchas personas acá conocen Uruguay— dos supermercados, dos cafeterías, varias casas de suvenires y recuerdos, algunos restaurantes, una destilería, una joyería, una biblioteca, una escuela, un banco, una casa para que los jóvenes del camp —todas las localidades por fuera de Stanley— vivan durante la semana y puedan estudiar, un lugar donde aprender oficios, la posibilidad de irse a la universidad en Reino Unido con todos los gastos pagos, un museo, un canal de televisión, una radio, un semanario, un faro, un club deportivo, algunas canchas de fútbol, casas bajas y prolijas con un sistema de doble puerta para evitar que pase el frío, un cementerio, un cine, galpones, una comisaría, una cárcel con ocho personas presas —acá no hay robos ni inseguridad ni corrupción—, una casa para el gobernador y un lugar donde se reúnen los legisladores, un monumento a Margaret Thatcher —primera ministra británica en la época de la guerra— y una calle con su nombre, un puerto, una de las tasas de empleo más altas del mundo —93 por ciento— y una economía sólida que proviene, sobre todo, de la pesca — de la exportación y de la venta de licencias a barcos extranjeros para pescar en sus aguas— de la cría de ovejas y del turismo.

Todo convive sin ningún orden aparente, como si la construcción y evolución de Stanley hubiese sido la consecuencia de algo más, como si nadie la hubiese planificado. Sin embargo, después de caminarla una y otra vez, una tiene la sensación de que todo está donde tiene que estar, de la manera en la que tiene que estar: todo empieza y termina en el agua.

Ese día, por la noche, conocí a una uruguaya que vive en Stanley desde hace doce años. Se llama Karina. Llegó aquí porque se enamoró de un isleño que viajó en un barco a Montevideo. En 2012 aterrizó en Mount Pleasant y nunca más se fue. Le hice la misma pregunta con la que vine: ¿a qué se parece este lugar?

 “A nada”, dijo. “Cuando me bajé del avión en noviembre de 2012 sentí que incluso el aire era diferente. Creo que lo que puedo decir es que es como un pueblo chico de Uruguay, solo que inglés. Los isleños son una mezcla de gente de pueblo, que tiene, al mismo tiempo, aires de gente de campo y aires ingleses”.  

Las islas son un archipiélago con dos islas principales, la West Falkland y la East Falkland, y más de 750 islas e islotes en el Atlántico Sur. Solo hay una ciudad, Stanley, en la East Falkland. Por lo demás, hay pequeños poblados, casi todos en la misma isla, Darwin, San Carlos, Goose Green, Port Louis y más.

En 2013 los isleños hicieron un referéndum en el que decidían si querían o no seguir siendo británicos. El 98 por ciento de la población eligió que sí. Sin embargo, ellos son completamente independientes: son parte de la jurisdicción y soberanía del Reino Unido, pero son autónomos, tienen su propio sistema jurídico, administrativo y fiscal.

 “La relación con el Reino Unido es muy buena, pero nosotros manejamos nuestro lugar. Tenemos nuestro gobierno, somos económicamente autosuficientes. En lo único en lo que interviene Reino Unido es en la defensa y en los asuntos de relaciones exteriores”, me dijo Leona Roberts, miembro de la Asamblea Legislativa de las islas Falkland, durante un almuerzo con algunos legisladores.

Leona es parte de la Asamblea Legislativa que gobierna las islas. Mientras que el gobernador es aprobado por la monarquía británica, los ocho miembros de la asamblea son elegidos cada cuatro años entre los ciudadanos. No hay partidos políticos  —aunque sí hay ideologías— y cualquier persona puede postularse y ser electa como miembro de la asamblea. Ellos, como legisladores, reciben un sueldo desde hace cinco años. Antes era un trabajo honorario. Leona dirigía el museo. Todos los legisladores tenían otro trabajo además de legislar.

Ella es hija de una mujer nacida en las islas y de un chileno, que llegó para buscar trabajo en los años 60. Aunque Leona nació en Chile, vive aquí desde los tres años y se siente parte de la comunidad. 

“Somos un país muy joven y tenemos influencia de muchos lugares. Siempre fuimos multiculturales, pero en los últimos años eso se ha acrecentado. En este momento viven acá personas de 70 nacionalidades diferentes, aunque predominan, además de los isleños, los filipinos, los chilenos y los de Santa Elena. El 70 por ciento de la gente aquí es población permanente. La gente que ha venido se ha quedado, es todo muy orgánico, muy natural. Todavía somos un país en desarrollo con mucho por hacer y esta mezcla nos hace únicos”, dijo.

Como casi todas las personas de este lugar, Leona habla con una simpatía amplia, cordial. Dice que entiende “un poquito de español”, pero no puede hablarlo. Como casi todos aquí, detrás de sus palabras, de un inglés perfecto y natural, hay un sentimiento profundo de arraigo a esta tierra de vientos y paisajes rocosos y solitarios.

No importa de dónde hayan venido sus padres, sus abuelos, o sus familiares. Aquí hay quienes conforman la séptima generación de isleños. Las personas que nacieron en las islas—incluso las que llegaron desde otros sitios— se sienten isleños, como si este lugar y este paisaje y esta historia les hubiesen forjado una forma de ser, una personalidad y, también, una identidad: la de sobreponerse al viento, al clima, a la hostilidad, a la guerra, la del pragmatismo de solucionarlo todo, la de la autosuficiencia.

70%permanente

El 70% de la población es permanente. El resto van a trabajar por la temporada.

40 añosedad promedio

Edad promedio: 40 años en Stanley, 51 años en el camp.

93% ocupación

Tiene una de las tasas de empleo más altas del mundo: 93% de la población.

Fuente: Censo 2021
Desde 1999 el cementerio de Darwin está en manos de la Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas. Allí están los restos de 230 soldados argentinos. Los que no fueron identificados tienen en sus tumbas la camiseta o la bandera argentina.

Los días siguieron recorriendo todo lo que pude, dentro y fuera de la capital. Vi cómo se fueron los cruceros y la ciudad quedó vacía y entendí que esa es un poco la lógica de este lugar —y me lo dijo Carl, el gerente general del Malvina House que llegó desde Santa Elena hace 18 años: “En realidad aquí la vida se parece más a esto, a esta calma”—. Viajé a Bleaker, una isla privada en la que viven cuatro personas, Peter y su esposa, que compraron las tierras para criar ovejas y luego transformaron a la isla en un destino turístico con lugar para unos pocos —apenas tienen cuatro casas para alojarse y es lo único que hay en toda la isla— su hijo Nick y su esposa Paula, que llegó desde Chile a bordo de un barco y se quedó. Estuve allí una noche. Sentí a la oscuridad tensarse en el viento. Supe que si alguien me preguntaba por la soledad yo iba a hablar de esa noche. Vi el amanecer. Caminé bajo la lluvia por el medio del campo hasta llegar a una playa de arenas blancas y aguas furiosas, con miles de pingüinos que caminaban sin rumbo. Pensé en que esos animales no conocían la maldad del mundo.

Visité otra playa, Volunteer Point, parte de un establecimiento privado dedicado a la cría de ovejas, repleta de pingüinos Magallanes, Papúa y donde está la colonia de pingüinos rey más grande de las islas. Anduve en Land Rover —casi todos andan en esas camionetas— por caminos que no son caminos, repletos de pozos y charcos y barro. Supe que a Tony, nuestro chofer y guía, le divertía más ir por el barro que por la ruta.

Conocí los lugares donde soldados argentinos e ingleses pelearon entre el frío y la desolación. Vi las cruces que aún los recuerdan. Visité el cementerio británico de San Carlos —sobrio, prolijo, construido en una altura y mirando al océano, con un memorial que recuerda al Ejército Británico, a la Marina Real, a la Fuerza Aérea Real y la Marina Mercante, todos los cuerpos que participaron en la guerra— y el de los argentinos, que está en un lugar lejos de todo, en la localidad de Darwin, a unos 90 kilómetros de la capital (ver video). Sentí el peso del silencio como una piedra que se tranca en la garganta y que solo se rompe por el sonido que los rosarios colgados en las cruces generan cuando el viento los mueve y los hace rozarse. Vi las tumbas que aún no tienen nombre. Llevaban, todas, sobre sus cruces, una camiseta o una bandera argentina, además de una lápida con la inscripción: “Soldado argentino solo conocido por Dios”.

Vi cómo Tony se quedaba adentro de la camioneta. Supe que, por respeto, los isleños no entran al cementerio argentino. Supe, ese día, casi al final de la semana, que responder a la pregunta que yo estaba buscando, era prácticamente imposible.

¿A qué se parece este lugar? ¿Se puede entender, en siete días, a un territorio con una historia tan reciente, con un presente en construcción, que cambia de nombre propio según quién lo enuncie?

Falkland Islands o Islas Malvinas. Stanley o Puerto Argentino. East Island o Isla Soledad. West Island o Gran Malvina.

En el lenguaje está la historia.

Y sin la historia sería imposible comprender el presente.

Para los isleños hay un antes y un después de la guerra. No solo porque los recuerdos todavía son claros, no solo porque todos allí hablen de la guerra como si hubiese sido ayer, no solo porque en las tiendas de recuerdos vendan imanes que dicen “peligro, hay minas”, no solo porque recién en 2020 un equipo de Mozambique terminó de desminar todo el territorio, sino también porque hubo algo más profundo, algo esencial, que los modificó para siempre.

No volvimos a ser los mismos después de la guerra —dijo Tony, que nació en la isla porque su padre llegó allí desde Inglaterra, vive en una granja de cría de ovejas pero se dedica al turismo junto a su esposa Elsa—Todo cambió radicalmente. Los recuerdos no volvieron a ser iguales, nos volvimos un lugar donde vive gente de muchos países, desde Inglaterra nos habilitaron a vender licencias de pesca y con eso nuestra economía cambió, construimos carreteras, dejamos de andar a caballo, hubo cambios muy significativos a nivel económico y social.

 —¿A qué se parece este lugar?

Aquí vivimos sin estrés y en el resto del mundo viven estresados, creo que es por los teléfonos. Yo vivo en un lugar donde todavía podemos mirar a la gente a los ojos. Creo que eso es lo que te puedo responder.

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Es la noche del viernes 15 de marzo, mi último día en la isla y, también, el último de la temporada estival. El restaurante del Malvina House Hotel está repleto. Mañana sale el vuelo de regreso y hoy, esta noche, quienes estuvimos visitando distintos lugares durante esta semana coincidimos aquí. Es una especie de encuentro involuntario. Reconozco gente: la pareja de australianos con la que cené en Bleaker, el fotógrafo alemán que buscaba retratar pingüinos, la mujer inglesa que andaba viajando sola, el joven argentino apasionado por la historia de la guerra, los excombatientes con los que compartí el vuelo de ida.

¿A qué se parece este lugar?

Aún tengo preguntas, pero, tal vez, a ninguna otra isla, a ningún otra parte del mundo.

La noche es cerrada. En el restaurante se mezclan las conversaciones, los idiomas, las anécdotas y, también, la historia, el pasado que vuelve una y otra vez aunque aquí casi todos estén pensando en construir un futuro mejor —un puerto mejor, mejores comodidades para los turistas, mejores escuelas, mejores métodos de esquila, mejores caminos—. Desde la ventana se ve la calle principal, la bandera de las islas, el museo. Un poco más allá está el agua, pero hoy no se ve, no se escucha. Mañana me voy. Mañana nos vamos. Mañana, cuando ya no quede nadie, cuando el murmullo se haya callado, cuando solo se escuche el viento, las calles quedarán vacías, el océano volverá a rugir, todo retomará su forma.

 

 


Producción y textos: Soledad Gago
Video: Soledad Gago y Florencia Cruz
Mapas: Faustina Bartaburu
Narrativas visuales: Florencia Traibel y Faustina Bartaburu
Diseño: TI El País

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