El 6 de abril de 1943, mientras el mundo se encontraba en guerra, Antoine de Saint-Exupéry, un joven aviador y escritor francés que alguna vez visitó Uruguay, publicaba una novela que se iba a convertir en emblema del siglo XX y, en parte, de la literatura contemporánea: El Principito, que hoy cumple 80 años.
Editada por primera vez en francés y en inglés en Estados Unidos, poco tiempo antes de que el avión de Saint-Exupéry se precipitara en el Mediterráneo (murió en ese accidente en 1944), la novela se convirtió en un éxito editorial colosal. Se estima que se han vendido más de 145 millones de ejemplares, que se la ha traducido a 535 lenguas diferentes y que habría más de 5000 ediciones diferentes. Es, después de La Biblia, el libro más traducido y vendido del mundo.
Uruguay no ha estado exento de este fenómeno. Hay más de 10 ediciones en plaza local, y según dicen los libreros a El País, El Principito es un título que se vende siempre.
El diario Le Monde lo incluyó en la cuarta posición entre los libros del siglo XX, por encima de El segundo sexo de Simone de Beauvoir, Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway o 1984, de George Orwell. Incluso inspiró una fundación, B612 —como el asteroide natal del protagonista— que se dedica a rastrear objetos cercanos a nuestro planeta.
Ha tenido adaptaciones fonográficas, óperas, canciones, discos, películas, afiches, historietas, dibujitos, comedias musicales, juegos de video, obras de teatro y un variado merchandising, al punto de que hoy el personaje es, como El Zorro o Tintín, un marca comercial.
“El Principito es una obra que, además de tener la sencillez y potencialidad de sentido de un clásico, logró en el siglo XX, que es el siglo del imperio de la imagen, integrar texto y dibujo para hacer un todo expresivo que ha quedado en el imaginario mundial como una fábula de la modernidad, y hasta se podría decir, de la posmodernidad”, dice Rafael Courtoisie, escritor e integrante de la Academia Nacional de Letras.
Por su parte Alma Bolón, catedrática de la Facultad de Humanidades y docente de Literatura Francesa en el Departamento de Letras Modernas, opina: “El éxito comercial abrumador, la lograda imagen tan reiterada del niño-príncipe celestial y la reducción de la obra a algunas máximas con ambiciones filosóficas y efectos moralizadores —‘lo esencial es invisible a los ojos’, ‘el tiempo que perdiste por tu rosa es lo que la vuelve tan importante’, etc.—, tal vez disimulen que Saint-Exupéry, con recursos ficcionales sencillos, creó un personaje extraordinario”.
El comienzo de la novela, con un piloto perdido en el desierto del Sahara luego de que su avión sufriera una avería, estaría inspirado en la vida del propio Saint-Exupéry, quien en 1935 sufrió una situación similar. Eso quedó documentado en Tierra de hombres, novela autobiográfica que el francés publicó en 1939.
Es en el desierto, en esa inmensidad de la nada, donde el aviador —el narrador de la novela— se encuentra con El Principito, quien le cuenta su historia.
Desde su publicación, hace 80 años, han sido muchas las teorías sobre quién sirvió como inspiración para la creación del entrañable personaje principal. Que es el reflejo de la infancia de Saint-Exupéry a quien llamaban, por su rubia cabellera, “El rey Sol”; que se basó en Land Morrow Lindbergh, hijo del también aviador Charles Lindberg, a quien el autor conoció cuando vivió en Long Island ; o que la musa fue un joven a quien conoció en un tren rumbo a Moscú. Sea cual sea, ninguna de las opciones hace mella en la importancia que ha tenido el personaje en la literatura mundial y en los millones de lectores y contando que acumula la novela.
Es la esencia de un niño: la inocencia, la imaginación, la curiosidad. A lo largo de todo el libro va tras la búsqueda de su identidad.
Para que un texto sea considerado “clásico”, dice Valentín Trujillo, escritor, periodista y director de la Biblioteca Nacional, «tiene que inscribirse en determinado contexto pero ser capaz de responder a los cambios de época. Y en el caso de El Principito, toca fibras que son universales: la exploración del mundo, la idea de la ingenuidad de un niño frente a la realidad, y también al bien y al mal, porque hay una fábula moral de fondo».
Courtoisie coincide: “El Principito ha logrado trascender las fronteras de su tiempo dando respuestas en cada nueva época. Por eso es un clásico”.
“El personaje del Principito, ese ‘fruto dorado’, encarna una melancolía que todavía conmueve; condensa la ajenidad de la infancia al absurdo orden adulto, la soledad del monarca, el exilio sin retorno del viajero sideral, la perseverancia de la inocencia, la pérdida del enamorado que ama demasiado”, afirma Bolón. Entiende que Principito y aviador condenan una sociedad material, superflua, y presentan soluciones sobre lo verdaderamente importante, como la integridad y la amistad.
“Al mismo tiempo, en El Principito hay una misantropía firme y decidida. Melancolía y misantropía hoy suelen ser escamoteadas por la tilinguería y por el enrolamiento en emociones por encargo”, agrega la catedrática. “Por eso vale la pena atenderlas”.
Es que el pequeño protagonista es un personaje espejo: cada lector puede reflejar en él a su propia identidad. Dice Courtoisie: “Si bien es un personaje aventurero y simpático para el lector, está lleno de enigmas, y cada uno puede encontrar una parte de su propio yo. Esa identificación con el personaje lo hace atemporal”.
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Para Trujillo, El Principito es un buen recurso a la hora de reflexionar lo que entendemos por obras para niños. “Durante varios siglos, lo que hoy se denomina literatura infantil no lo era. Primero porque había una concepción distinta de la infancia. Hasta entrado el siglo XX la infancia estaba muy acotada a la fase de lactancia, y cuando el niño se podía valer por sí mismo, empezaba a trabajar. Era una visión muy utilitarista y maximalista en cuanto al uso corporal de la fuerza de trabajo”, comenta y ejemplifica con las imágenes de los niños mineros en la Inglaterra de la revolución industrial.
Y si bien en las librerías todavía se lo puede encontrar en la sección infantil, y suele ser un favorito a la hora de regalarle literatura a los niños, nunca tuvo ese público objetivo. “Nunca fue definido internacionalmente como puramente infantil para después dar el salto, sino que desde el primer momento, y probablemente por el carácter aventurero de su autor, un aviador que tiene una leyenda de vida muy atractiva, se entendió como un libro que puede ser leído por públicos jóvenes, pero también como una alegoría de valor universal”, dice Courtoisie.
En ese sentido y aunque se haya publicado en la misma lengua que manejaba Jean Paul Sartre, el padre del existencialismo, El Principito no es considerada una obra existencialista, aún cuando puede funcionar como un manual para el buen ser. “Es una obra de una comunicación sencillísima”, dice Courtoisie, “pero eso no quiere decir que no tenga contenidos complejos y profundos”.
Sin embargo, muchos de esos contenidos y conceptos han quedado reducidos a expresiones mínimas, y a la sombra de imágenes, símbolos y frases que hoy son íconos de la cultura pop. “Lo esencial es invisible a los ojos” se convirtió en lema de estampa de remera, de cuadros artesanales y hasta en tatuajes que se llevan con orgullo, probablemente hasta en aquellos que nunca se enfrentaron siquiera a la novela.
Ya sea por sus metáforas sencillas y sensibles, por su valor literario, o simplemente por las memorias que deja, El Principito se ha constituido como una de las novelas más conocidas, leídas y sobre todo recordadas del mundo. Hoy, a 80 años de su lanzamiento, continúa vigente y cercana como una fuente de pasión y emoción. Es algo que pocas obras pueden lograr y que, quizás, también tiene que ver con algo que está más allá de lo que se ve.
El 31 de julio de 1930, mientras Uruguay jugaba la final de la primera Copa del Mundo ante Argentina, llegaba Antoine de Saint-Exupéry al aeropuerto de Melilla. Una difusa foto es testigo de la visita del escritor y aviador que desde hacía un tiempo vivía en la vecina orilla junto a su esposa, la millonaria salvadoreña Consuelo Suncín. Había llegado en octubre de 1929 como director de la filial argentina de Aéropostale, y vivió allí hasta que la empresa se declaró en bancarrota.