Contra toda probabilidad:
Gerardo Grieco comenzó como guarda de Ucot y hoy asume como director del Teatro Colón

Hijo de maestros, tímido y disléxico, el contacto con la música proscrita en dictadura y una acción en la Semana del Estudiante de 1983 cambiarían su destino para siempre.

Por Déborah Friedmann
Hay momentos que lo cambian todo, que tuercen el destino. ¿Cómo es que un joven que fue guarda de ómnibus en Montevideo termina dirigiendo el teatro Colón de Buenos Aires? Gerardo Grieco reconoce bien nítidos dos episodios que modificaron su rumbo. Los siente tan claros que ahora, décadas después, sentado en su oficina y atento al reloj que marca los minutos para que el té encuentre el punto exacto, los cuenta como escenas. 

Escena 1: Dictadura en plena adolescencia, una época negra, también para la música. Sonaban los grandes éxitos como Elton John, “ensaladas” como Ton Ton Volumen 1 y Volumen 2 y, después, la zona prohibida, artistas que no podían escucharse. En la casa de su abuela María, un Grieco liceal encontró discos que habían pertenecido a Horacio Rovira, ese primo grande hijo de su adorada tía Filomena. Ese primo grande que usaba jeans y el pelo largo, que no había podido crecer porque a los 18 años había sido asesinado por las Fuerzas Conjuntas. Son seis discos los que toma entre sus manos y que permanecen aún hoy en su retina: dos de Daniel Viglietti, uno de Zitarrosa, dos de los Beatles y uno de los Rolling Stones.

 “Fue increíble, me acuerdo que el primero que puse en el tocadiscos fue uno de Viglietti porque estaba el tipo con la guitarra como en pose, como si fuera un fusil. Era Canciones para el hombre nuevo. Eso me marcó mucho”, dice. 

Esa marca es una resignificación de la música. Un impacto que nació del miedo, de saber que por escuchar un tema o tener un papelito podía ser acusado de cualquier cosa, detenido, torturado. Cuando hizo sonar bien fuerte el disco de Viglietti, su padre enseguida le reclamó: “¿Qué hacés anormal? ¡Bajá el volumen que van a escuchar los vecinos!”. Lo bajó, sí, pero esas notas siguieron resonando y no lo soltaron más.

Escena 2: Tener 18 años en 1983, ser estudiante universitario y que llegue la primavera. Cuando ya se vislumbraba el retorno a la democracia, luego de 10 años de dictadura y de intervención de la Universidad de la República, la Semana del Estudiante estuvo signada por una marcha multitudinaria el 25 de setiembre por Bulevar Artigas. También hubo un festival de música que duró hasta el otro día.

Una de las actividades que realizaron los estudiantes de Ingeniería fue repartir flores. Era una idea que rondaba hace tiempo: por distribuir volantes los podían llevar presos, por entregar flores no. Todos juntaron flores, Grieco tomó todas las que pudo del árbol de jazmín que había en el fondo de la casa de sus padres. Llenaron sus canastas y salieron por el Parque Rodó.

Grieco, que se autodefine tímido, dice que esa experiencia de entregar una flor lo marcó para siempre. Las personas se reían, lo abrazaban. En un momento divisó a una señora baja, que curtía canas y venía caminando nerviosa. Casi se chocaron. Él le dio una flor, ella la tomó y se puso a llorar. Lo abrazó y se fue.

Mientras Grieco lo cuenta, se le quiebra la voz, se le llenan los ojos de lágrimas y afirma: “Yo quedé conmovido y me dije: ‘Esto es poderoso’. Era liberador. Pasó ese día y yo fui otro. Desde ese día me quedó una cosa de querer encontrar una flor todos los días”.

—¿Y dónde encontraste esas flores después?
— Encontrás una flor en darle un boleto a una doña, en una canción del Darno, en una cosa que sale bien, que le cambiás la vida. En que organizás algo y hacés que sea un poquito mejor. Y eso fue como una brújula que nunca me soltó, que atraviesa todo.

Maestros, dislexia y números


Para entender por qué Grieco termina en la Facultad de Ingeniería hay que remontarse a sus años escolares. Hijo de padre y madre maestros en una época en que la dislexia no se diagnosticaba —tampoco había Google ni correctores ortográficos que luego le cambiarían la vida—, escribía “baca” en los dictados, luego hacía planas repitiendo “vaca” cien veces en cuadernos de doble raya y al día siguiente escribía “baca” otra vez. “La maestra creía que le estaba tomando el pelo. En un momento pensaban que yo era el demonio, que lo hacía a propósito”, recuerda.
Descartadas las letras entonces, Científico fue una elección natural, la duda era si Ingeniería o Arquitectura. La decisión la tomó en un 192 camino al liceo Dámaso, y fue Ingeniería. Arrancó la facultad en años “muy épicos”, signados por el retorno de la democracia. La facultad no le convencía y empezó a buscar otras opciones, apoyado por su madre. “Me decía: ‘¿Te vas a poner una panadería? Entonces iba y estudiaba, y estudié, curso de maestro de pala, venía y decía ‘mamá esto no’ y busqué otras cosas”.

En esa búsqueda —en la que también fundó una academia de inglés— cuando ya había cumplido los 20 años su madre le dejó claro que era momento de traer algún peso, de ganarse la vida. No se acuerda cómo surgió la oportunidad de ser guarda de UCOT, pero sí tiene nítida cómo fue esa experiencia de dos años y medio.

Lo primero que dice es que fueron años lindos y desafiantes. Para empezar, porque entraba a las 4 o 5 de la mañana, así que debía madrugar. Eran turnos de ocho horas, y comenzó a organizarse para seguir en Ingeniería, o al menos no perder la calidad de estudiante por cierta “adhesión espiritual” a militar en la ASSEP-FEUU y organizar movidas estudiantiles, candombe de por medio. A la vez, de noche comenzó sus estudios de lutería en la Escuela de Artes y Artesanías Pedro Figari.

Todo ocurría al mismo tiempo. Fundó la Casa de la Guitarra y en ese sótano de Gaboto casi 18 de julio organizaban talleres a los que iban jóvenes promesas como Jorge Drexler, Eric Coates y Walter Bordoni. “Habíamos juntado a ocho o diez poetas, y en esa juntada fui a ver al Darno y Silvia Meyer en El Tinglado. Quedé absolutamente fascinado con el Darno, subía al escenario y no podías dejar de mirarlo”.

Al día siguiente lo invitó a ir a la Casa de Poetas, hablaron largo rato hasta que Grieco le dijo que quería ser su productor. Y de inmediato lo fue. Desde entonces, ni bien subía al ómnibus de UCOT a las 5 de la mañana empezaban a sonar en el 300 el Darno y Zitarrosa.

—¿Cómo recordás la experiencia de ser guarda?
—Me acuerdo que fue un desafío enorme en dos sentidos. Primero el hábito de trabajo, es un trabajo durísimo atender al público. Había un tema de orden, de tener millones de monedas, das mal los cambios y perdés plata. Aprendés una serie de cosas: a relacionarte con la gente, no de la élite de los estudiantes de facultad. Te relacionabas con el laburante, con la doña, con el punga. Yo recorría Montevideo de punta a punta, entonces llevaba de un lado a otro a toda la comunidad. Ahí aprendí a decir buen día, a vincularme de otro modo, a no tomarme como personal que me tiraran las monedas arriba. Yo lo recuerdo como algo que logré superar, que en un momento me pareció una montaña, que era duro y difícil y que pude. Eso lo recuerdo como hermoso.



El veinteañero Grieco era entonces guarda, productor del Darno, hacía guitarras y también estudiante de Ingeniería. Ahí llegó otro mojón. Análisis 2 era esa materia filtro en Ingeniería: rendían examen 400 y salvaban 20. Grieco hizo cinco intentos y en el último logró aprobar. Para muchos era la señal de que la carrera de ahí en más iba a ser cuesta abajo y recibirse. En vez de eso, él sintió que había demostrado que podía ser ingeniero y le anunció a su familia que iba a abandonar los estudios para ser productor de Darnauchans. “¡Pero, ¿qué hacés?! No se entiende.¿De qué vas a vivir?”, le dijo su padre. Pero más allá de la indignación, la familia lo apoyó.

Pegatinero, gestor cultural y cerrador de ciclos


Ni bien dejó la facultad Grieco se fue a vivir con su novia, en una casa en la calle Washington en Ciudad Vieja. Con la experiencia de las pegatinas estudiantiles, comenzó a colocar afiches de Darnauchans. Y de allí, un nuevo oficio en cadena: primero lo llamó Daniel Magnone —un peso por afiche fue el precio—, luego siguió Jaime Roos y después, muchos artistas más. “Ahí dejé el ómnibus y mi principal ingreso era de pegatinero”.

Grieco es enfático al decir que nunca armó su carrera, sino que se fue dando de un modo natural. Productor artístico de espectáculos desde 1989, sumó el ser titular de la División Promoción y Acción Cultural de la Intendencia de Montevideo (1995-2000), estar al frente de la sala Zitarrosa (2002-2003) y diseñar el modelo de gestión y el plan estratégico de puesta en marcha del Teatro Solís, del que fue director (2004-2012), luego del incendio.

—El día que asumiste como director del Teatro Solís, ¿pensaste que podía haber algo más a nivel profesional?
—Fue lo máximo en la vida, me podía haber muerto al otro día.
—¿Pero seguiste soñando? ¿En el fondo había algo que te decía que se podía crecer aún más?

—Nunca me pasó eso que vos decís porque cada cosa era para mí hoy, aquí, ahora entregado de cuerpo y alma. No soñaba nada más, no había nada más importante que esa flor ahí en ese momento. Es decir, nunca fui como de la gente que piensa su carrera, yo nunca planifiqué. Yo entregué siempre lo máximo y estaba feliz.

En esa entrega y ese no planificar que vendría después, hubo algo que sí marcó: la conciencia del cierre de los ciclos. Lo sintió la primera vez cuando presentaron en 1989 con Darnauchans El trigo de la Luna en el Teatro Notariado. Sabía que le iba a poner toda su energía pero también que se iba a terminar. Fue más extenso de lo previsto —nueve funciones, todas agotadas—, pero luego vino un vacío infernal. Se cerraba un ciclo, vendrían otros.

Esa idea de ciclo tiene que ver con entregarlo todo, no como una declaración sino como un modo de vida, con saber que se puede morir del vacío pero que renacerá. En la Sala Zitarrosa, por ejemplo, dice que podría haber estado 20 años haciendo lo mismo pero se tenía que mover porque lo había entregado todo. Lo mismo le sucedió con el Solis. Y siempre que sintió eso, se fue.
Cuando dejó el Solís, Ricardo Ehrlich —con quien había coincidido en la Intendencia de Montevideo— había asumido como ministro de Educación y Cultura y Julio Bocca se iba a hacer cargo del ballet del Sodre. Pero su historia con Bocca había comenzado mucho antes.

Boca, el Solís y el Colón


En los años que Grieco fue director de Cultura de la Intendencia se contactó con el productor teatral argentino Lino Patalano, socio de Julio Bocca, para que vinieran al Solís. Y lo hicieron. Después de una primera experiencia un tanto compleja por un conflicto sindical, Grieco entabló una relación “genial” con Patalano y cada espectáculo que hacían lo traían al principal escenario de Montevideo. “Fue así hasta que Bocca se despidió, es más, hizo en el Solís la última presentación y se fue al Obelisco a despedirse. Entablamos una relación hermosa, aprendí mucho con ellos, Lino era un grande”.

Tras retirarse, Bocca decidió vivir en Uruguay. Tiempo después, Patalano volvió a contactar a Grieco. “Andá a buscar a Julio y ponelo a hacer algo, porque está aburrido, no sabe qué hacer”. Allí nació la incorporación de Bocca a la Fundación de Amigos del Teatro Solís, una experiencia que no fue del todo positiva. Intentaron crear una compañía de danza contemporánea y moderna, de entre 12 y 16 bailarines. “Julio estaba re-incómodo con eso, le parecía todo chiquito”, recuerda Grieco.

Mientras eso sucedía José Mujica asumía la presidencia de Uruguay y Ehrlich iba a ser designado ministro de Educación y Cultura. Bocca retornó en febrero de sus vacaciones y Grieco le lanzó la pregunta: ¿Por qué no dirigís el Ballet del Sodre?. “Eso no me lo van a dar”, fue su respuesta.

El final es conocido. En el medio, Grieco llamó a Ehrlich y le habló de la posibilidad de que Bocca fuera el director del ballet. Ehrlich dudó de que fuera una alternativa factible y le pidió que volviera a mencionarle al argentino la posibilidad en unos días y viera “si era en serio”.

Así sucedió: Grieco se reunió con Bocca, quien dijo que aceptaría con algunas condiciones, entre ellas, poder hacer audiciones, trabajar ocho horas, arreglar la sala de ensayos, poder realizar producciones en Uruguay, hacer diez funciones de cada título. Al día siguiente, el 23 de marzo de 2010, Mujica recibía a Bocca, Ehrlich, Fernando Butazzoni —quien presidía el Sodre en ese momento— y Grieco, y pocos minutos después se oficializaba que Bocca dirigiría el ballet.

Allí Boca y Grieco volvieron a cruzarse nuevamente: el exdirector del Solís estaría al frente del Auditorio Nacional de Sodre en su período fundacional y de mayor impacto nacional e internacional (2012-2016). Un camino que los cruza, como ahora.
—¿Cuándo fue la primera vez que pensaste que el Colón podía ser una posibilidad?
—En el 2008 nosotros inauguramos las salas laterales del Solís y Mauricio Macri y Hernán Lombardi, que era el ministro de Cultura, estaban encarando una restauración del Colón. Apenas asumieron vinieron al Solís y presentamos la Orquesta de Tango de la Ciudad de Buenos Aires en el teatro. Mariano (Arana) se demoró y yo estuve mostrándoles el Solís como dos horas, lo que habíamos hecho, el modelo de gestión. Poco después Hernán se tomó un barco, volvió a Montevideo, y me dijo: “Quiero que trabajes conmigo en el Colón”. Yo le dije que no, que no me iba a vivir a Buenos Aires. Mis hijos —es padre de trillizos— eran chicos. Dije que no me quería ir y ahí quedó. Lo hice convencido.


Faltaba alguien más en escena para que cruzar el charco fuera una realidad: Gabriela Ricardes, que en esa época trabajaba con Lombardi en Buenos Aires Polo Circo. Ella y Grieco tuvieron una sintonía inmediata e hicieron juntos varios proyectos. Ricardes fue nombrada en 2023 ministra de Cultura de Buenos Aires.

—Me llamó y dije…pah, ahora sí.

Grieco no recuerda cuándo fue esa llamada pero era verano. Fue él quien le propuso asumir la dirección en conjunto con Bocca. “Primero Julio me dijo que no, pero después la semillita fue creciendo y ahora estamos entusiasmados”.

—¿Qué te entusiasma tanto de esta dupla con Julio?
—Julio es un ser excepcional. Además, con Julio se consiguen cosas que te pueden llevar diez años y la conseguís en dos minutos, porque es mundial, Julio es extraordinario, ¿entendés? Yo soy un carpintero, el otro es un artista, es extraordinario, es mundial. Busca la excelencia artística, pero para una público grande, no para una élite.
—Y ahora la flor, con la dirección del Colón, ¿cuál es?
—Es gigante, se escala. El teatro tiene esa cosa mágica de que cada función le puede estar cambiando la vida a una, a diez, a cien, a mil personas. Y es una flor, es una riqueza espiritual que se va a ir con esas personas y en algunos casos la va a acompañar como un diamante hasta la muerte. Esa es una flor inigualable, es algo que podés generar, que podés entregar. Los teatros tienen eso.

Contra toda probabilidad

¿Cuánta chance hay de que tengas una enfermedad que haga que veas solo borroso y sea imposible enfocar? Cuando hace 20 años me enfermé y no podía leer, escribir ni trabajar una amiga dijo que yo había ganado la lotería de Fin de Año al revés. Tenía razón: la chance de acertar en ese juego de azar es 1 en 40.000, la de contraer hipertensión endocraneana idiopática es de 1 en 100.000.
La probabilidad se define como la posibilidad de que suceda un fenómeno o un hecho, dadas determinadas circunstancias.
Este ciclo que hoy comienza se trata de esas historias tan improbables como exitosas y, sobre todo, inspiradoras. Si conocés alguna podés escribirme a dfriedmann@elpais.com.uy
Zelmar Michelini 1287, CP.11100, Montevideo, Uruguay.
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