#Gabriel Calderón

El plan para volver “sexy” a la Comedia Nacional

El reconocido dramaturgo lleva a cabo una arriesgada y potente transformación de la compañía teatral más prestigiosa del país que conquistó el interés del público y resuena en el exterior.

Conocemos de memoria la orgullosa fachada del Teatro Solís, ¿pero qué ve el monumento hacia el que todos miran? Si el Solís es una nave, a su cuerpo se entra por una puerta angosta como una boca chica que conduce a un pasillo interrumpido por pedazos de escenografías: estos son los restos de Macondo, el imponente espectáculo que terminó de consagrar la gestión de Gabriel Calderón en la Comedia Nacional. En el segundo piso, en una habitación luminosa —con afiches de obras que se exponen como amuletos, junto a una pila de libros desparramados, cerca de la única mesa donde trabajan codo a codo Calderón y sus dos asistentes—, hay un ventanal abierto que enmarca una vista de la ciudad que parece nueva. Se ve: la copa de una palmera agitándose en un cielo pálido y detrás fragmentos de construcciones que desde este ángulo son irreconocibles. Es como experimentar un descubrimiento o una especie de refundación de un paisaje cotidiano: justamente lo que Calderón se propone dirigiendo a la compañía teatral más prestigiosa del país de tal forma que “no sea una máquina de satisfacer deseos”.

Desde el éxito rotundo de la icónica Mi muñequita (2004), Calderón se erigió como el niño terrible del teatro uruguayo. Terrible, pero mimado. Consiguió rápidamente el respaldo de los actores, del público, de la prensa y de sus colegas, que le abrieron desde sus 24 años las puertas del exterior para que alternara su trabajo entre Suiza, Italia, España y Uruguay. Lo dejó en pausa para postularse a la dirección de la Comedia Nacional, un cargo con el que había soñado y cuyo exigente proceso de selección puede durar un año, en el que debe presentar un proyecto que primero aprueba el elenco y después el Departamento de Cultura de la Intendencia de Montevideo. Calderón propuso renovar la fibra más íntima de la compañía como si la tocara una descarga eléctrica. “Quería volverla sexy. Que fuera uno de esos lugares en el que uno quiere estar porque si no siente que se está perdiendo de algo”, dice.
En su estrategia, la comunicación se volvió un asunto sagrado. El marketing es un aliado en su seducción para acercar a los espectadores, por eso Calderón suele obsesionarse con el gramaje del papel en que imprimirá un programa, o con el tono del color rojo de una ilustración, porque el rojo de la sangre comunica una cosa y el de una rosa otra. “Tengo una manera de ser —dice—. Me habilito a exigir si yo estoy exigido. Y si yo estoy a tope nadie puede decirme que no”.
Calderón tiene otros trucos para no dejarse ganar por la primera idea. En la oficina, hay una pequeña mesa estilo Luis XV, en la que despliega algunos objetos fetiche para “bajar ideas al papel”. Escribe con pluma, utiliza acuarelas y ahora sumó unos lápices antiguos —es decir, lápices que esperan desde hace 50 años en un estuche a ser estrenados y ahora son un artículo coleccionable— entre los que elige uno de grafo azul para calcular cuántos espectadores lleva acumulados en su gestión. Pero le erra. Y se rinde. “Aunque hubiéramos llenado todas las funciones, en las salas de la Comedia entran 100.000 personas a reventar. Es poca gente, ahora que cualquiera tiene dos millones de reproducciones en Youtube”, plantea.

“Mi objetivo principal era ampliar a la Comedia en la mente de las personas y esas personas es el mundo”.

La señal que la compañía debía —debe— enviar a todo aquel que le interese el teatro es una: estamos cambiando.
Por eso que las entradas se agoten, se nos escurran de las manos apenas se anuncie un estreno—como pasó este año con La Gayina, con Frankestein y con Macondo—, “que no puedas ver una obra, pero igual te quedes con una idea sobre la Comedia”, eso es lo que él llama un objetivo cumplido: una cuenta pendiente.

Cada año de dirección Calderón lo envuelve en un concepto. La idea del debut era así: sobre la fachada del Solís unas esplendorosas letras de neón anunciando el estreno de La insumisa de, Cristina Peri Rossi, dirigida por Leonor Courtoisie, “pero una semana antes de empezar a ensayar Cristina se arrepintió”. Hubo un momento de desesperación. Entonces Calderón aceptó el plan B de la dramaturga: adaptar la novela La mujer desnuda de Armonía Somers, que por primera vez logró convertir a la Comedia de Calderón en un tema de conversación.

En la fachada del teatro, aullaban unas letras de neón color rojo fuego con la palabra “arde”, fotografiadas cientos de veces y difundidas en redes sociales como una señal de los espectadores de un yo estuve ahí. Más que publicidad el ardor era también un manifiesto. Calderón confiaba en que en su primer año de gestión en una ciudad pospandémica, la Comedia tenía la responsabilidad de encender una antorcha y tomar de la mano al teatro independiente para coproducir montando únicamente a autores contemporáneos, esquivando la apuesta segura de los clásicos. “Y quedó demostrado que la discusión no es qué obra hacer sino cómo hacerla porque no es una obra que queremos hacer, es un artista con el que queremos vincularnos.”

Al año siguiente, tomó la sugerencia del público y del elenco y se metió con los clásicos, pero no con los “obligatorios” y trazando un cruce entre obras, elenco y artistas ajenos al teatro, como encargarle al cineasta Adrián Caetano una obra sobre La gallina degollada de Horacio Quiroga, o a la coreógrafa Andrea Arroba su versión de Frankestein de Mary Shelley.

“Si tenemos un prestigio es para usarlo y usarlo es tomarse el riesgo de que salgan mal las obras, porque los artistas tienen el derecho a equivocarse y necesitan probar cosas que no sucedan”.

“El teatro es un lugar al que se va a ver gente intentando hacer las cosas bien, y cuando los ves lograrlo eso te queda marcado para siempre”. Por eso —para eso— él hace teatro. Y además, este será el eje del próximo año, el último de su administración: pondrá en el centro a los artistas; sacándolos del teatro, mezclándolos en los barrios, entreverándolos con el público.

¿Cuál es la idea? La programación todavía es secreta se excusa, sin embargo está frente a nuestras narices, dibujada con acuarelas sobre una pared de la oficina. Víctima de su entusiasmo, Calderón terminará soltando algunos adelantos con la mirada encendida; planes que suenan ambiciosos, ideas excesivas, desbordantes, como salidas del corazón de un creador con complejo de Ícaro aunque, después de todo, ¿no vale la pena el riesgo de quemarse para tocar el sol?

Zelmar Michelini 1287, CP.11100, Montevideo, Uruguay.
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